quarta-feira, 27 de fevereiro de 2008

DAVID EL INDIO

Había un indio llamado David que vivía en una isla. Y para aquellos de ustedes que deseen saber más de por qué un indio fue llamado David tendrán que analizarlo más tarde (risa cósmica). La isla en la que vivía David era buena y en ella reinaba la abundancia. Y David era del linaje de la realeza de la isla, pues su abuelo era el jefe. David llevaba una vida exquisita en la isla; había en ella abundancia de alimentos y eran muchas las cosas que crecían y que se podían comer. El pueblo y la tribu de David vivieron bien durante muchos, muchos años. Ahora, la isla se hallaba rodeada de un extraño fenómeno, pues había un gran banco de niebla muy espeso que la rodeaba a cinco kilómetros de la costa. Esta niebla rodeaba completamente la isla y puesto que la niebla nunca se acercaba a la costa, el tiempo en la isla era generalmente soleado y claro. La niebla se mantenía siempre a la misma distancia, año tras año, como una señal amenazadora, y nunca nadie había podido ver más allá de ella. David creció con esta niebla, y quienes vivían en el pueblo la habían experimentado generación tras generación. No la comprendían, pero la temían, puesto que, de vez en cuando, algún habitante del pueblo iba al banco de niebla y nunca regresaba. David recordaba que cuando era un muchacho un anciano de la tribu que tenía cercana la muerte decidió meterse en su canoa y dirigirse hacia la nie­bla. Se contaban muchas historias acerca de lo que ocurriría si uno se dirigía hacia la niebla, y la mayo­ría de ellas se contaban por la noche, a la luz de las hogueras. A los habitantes del pueblo se les enseñó que si alguien decidía dirigirse hacia la niebla, el resto debía meterse en sus casas, en sus poblados, ¡y no mirar! Ven, había un gran temor por esta niebla. Pero David, al ser de la realeza, pudo observar estos acontecimien­tos con los ancianos cuando era un niño, y más tarde de muchacho adolescente. Pero el único aconteci­miento que recordaba verdaderamente era el del anciano yendo hacia el banco de niebla; lo vio tomar su remo y deslizar la canoa suavemente hacia la niebla y, tal como esperaba, no regresó nunca. Tal como habían dicho los ancianos: "Nadie que se aventura por el banco de niebla regresa nunca". Y aquellos que eran de linaje real permanecieron durante muchas horas observando la niebla después de que el anciano desapareciera en ella, a la espera de que sucediera aquello que se había dicho que pasaría. A menudo, al cabo de un tiempo escuchaban un gigantesco ruido apagado, un ruido terrible que provocaba el temor en sus corazones, un rugido apagado que no podían comprender. David recordaría cómo sonaba durante el resto de su vida. Quién sabe lo que podía ser. ¿Quizá un monstruo que se encontraba al otro lado del banco de niebla? ¿Quizá el sonido de un torbelli­no o de una cascada gigantesca que se cobraba las vidas de aquellos que se aventuraban a cruzar? Parece pues extraño que David, a sus treinta y cua­tro años, tomara la decisión que tomó, pero se sintió atraído por la niebla. Tuvo la sensación de que había algo más en su vida que se estaba perdiendo. ¿Quizás era una verdad que había permanecido dormida durante años, y tal vez la niebla fuera la respuesta? Es verdad que nadie había regresado, pero eso no signifi­caba que hubiera muerto. Y entonces David marchó valerosamente sin decir nada a los ancianos ni a los habitantes del pueblo, para ver qué había al otro lado del banco de niebla. Subió a su canoa lentamente y realizó una ceremonia por lo que se disponía a hacer. Dio gracias a Dios por su vida y por la revelación de lo que viniera. Sabía que, al margen de lo que le acon­teciera a él, tendría al menos conocimiento, y eso era lo que le impulsaba a hacerlo. Así pues, David remó silenciosa y suavemente hacia el banco de niebla. Nadie lo vio, pues no anun­ció qué iba a hacer. Pronto se encontró en las cercaní­as del banco de niebla, y se iba acercando cada vez más. Entonces David notó una cosa extraña: nunca nadie había estado a propósito tan cerca del banco como para observar algo así, ¡pero parecía atraerlo hacia ella! Empezó a dominarlo el temor ante este sor­prendente hecho. David ya no necesitaba su remo, así que lo dejó dentro de la canoa. La canoa desapareció en la niebla, con él en ella. Todo se hizo más y más oscuro y entonces David empezó a reconsiderar lo que había hecho: "Soy un hombre joven, les he falla­do a mis mayores, pues soy de linaje real y he deci­dido hacer una locura. David sentía ahora miedo, y el temor descendió sobre él como un manto de muerte, y la negrura empezó a penetrar en su cerebro, y se estremeció de frío y de emoción, mientras la canoa se deslizaba suavemente hacia delante. David permaneció en el banco de niebla durante horas y parecía que no tendría nunca fin. Se acobardó en su canoa, pues supo que había cometido un error. ¿Y si nada cambia nunca?, se dijo a sí mismo. ¿Y si estoy aquí por toda la eternidad y muero de hambre en esta canoa? David tuvo de pronto una visión atemori­zante en la que todos los que habían ido antes que él se encontraban ahora flotando en sus canoas eterna­mente, yendo en círculos alrededor de la isla como esqueletos en la oscura niebla. ¿Podría ver al anciano de años atrás? ¿Podría cambiar algo alguna vez? —Oh, ¿dónde está la verdad que busco? —gritó David en voz alta en la niebla. Entonces ocurrió. ¡David salió al otro lado del banco de niebla! Se quedó asombrado de lo que vio, delante de él había un continente entero: claro, lleno de gente y pueblos hasta donde alcanzaba ver. Pudo ver el humo saliendo de sus chimeneas y los escuchó tocar en las playas. Había vigías apostados a lo largo del banco de niebla, que lo vieron inmediata­mente. Al verlo acercarse, hicieron sonar sus cuernos como celebración para hacer saber a los que estaban en la costa que otro valiente había cruzado la niebla. Entonces David escuchó un clamor gigantesco proce­dente de la tierra. ¡Un clamor de celebración! ¡Un clamor de honor! Le rodearon con sus canoas y le arrojaron flores. Al llegar a la playa, se acercaron, lo cogieron y lo pusieron sobre sus hombros y celebra­ron su llegada a través de la niebla. Ese día, David, el real, empezó una nueva y próspera vida.

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